Por Marcelo Elizondo, Docente de la Maestría en Dirección Estratégica y Tecnológica del ITBA.
La globalización surgió por el ímpetu del ser humano, siempre en busca de progreso, que para lograrlo requiere ampliar el alcance de sus vínculos (nada hay más atrasado que el aislamiento).
Comercio, personas, inversiones, conocimiento, todo fue universalizándose como efecto de millones de avances tecnológicos, económicos, científicos, culturales, que después fueron convalidados (y no antes impulsados) por las instituciones y la política.
La humanidad contactándose por encima de las fronteras ha producido enormes beneficios de todo tipo. Pero desde hace un tiempo están siendo más visibles los efectos secundarios.
Una persona acuchillando a otra en un puente en Londres es un acto de terrorismo internacional (en los cuentos de Borges era un episodio vecinal). Un reclamo popular se justifica en que otros en otras ciudades (no importa cuanto más ricas o pobres sean), vistos como desde la ventana de nuestra casa, piden algo parecido. Las celebrities conviven con nosotros en las redes sociales y construyen ilusiones virtuales.
La discusión medioambiental global es solo una reacción preocupada más que una estrategia. Los excesos de autoridades políticas, morales o religiosas (en sus finanzas, sus alcobas o sus dichos), que existieron siempre pero no se hacían públicos antes, ahora se difunden ampliamente e impiden construir liderazgos como los que alguna vez supieron existir (cuando cierta opacidad fue un aliado).
Una enfermedad que en otro momento hubiese tardado mucho en salir de su localidad (y no hubiese llegado tan lejos) se hizo mundial en pocos días. El récord de 1.500 millones de arribos anuales de turistas en el planeta es una moneda que tiene -como todas- sus caras buena y mala (la cifra se duplicó desde que comenzó el actual siglo). Pero, además, 2 millones de usuarios de Facebook; 1,3 millones de WhatsApp; 700.000 de Instagram o 350.000 de Twitter crearon sobre el COVID-19 otra enfermedad: la primera crisis psicológica masiva global. Hay 4.500 millones de usuarios de internet en el planeta.
Ante esta fenomenal mundialización, la ciencia (global) reaccionará y, otra vez, las dos caras de la moneda equilibrarán la balanza.
Pero hasta hoy no han reaccionado adecuadamente las viejas instituciones multilaterales del siglo XX (que tienen dificultad para coordinar, impulsar la cooperación, o liderar reacciones, sea ante esta peste o ante tantos otros fenómenos globales); ni tampoco lo han hecho las instituciones nacionales que no pueden acudir a mucho más que la viejísima receta de auxiliar hasta donde llegan y prohibir.
Sostiene John Ruggie que en diferentes períodos históricos -dependiendo de la época- el espacio y el tiempo fueron entendidos en forma distinta (por caso, en el medioevo podían coexistir múltiples fuentes de autoridad porque su potestad de extendía más sobre los individuos con múltiples identidades que sobre los territorios). Pues ese conflicto entre espacio y tiempo está crujiendo hoy.
Estamos ante un tremendo momento en el que lo nacional es superado por casi todo (lo bueno y lo malo), y lo supranacional que tenemos hasta hoy no está preparado para abordar fenómenos mundiales emergentes.
La globalización es indetenible. No se puede satisfacer la moderna demanda de 7,5 mil millones de personas sin ella.
Pero con ella tenemos (como ante cada manifestación humana) efectos secundarios. Dice Arturo Pérez-Reverte que no siempre hay solución y a veces las cosas ocurren de forma irremediable y de pura ley natural.
Pero podríamos ahora imaginar cómo reaccionará el mundo después de calmada esta nueva peste: la integración a través de reducciones arancelarias podría parecer una nimiedad ante las posibles discusiones culturales, sanitarias, técnicas o de seguridad; la libertad de desplazarse podría enfrentar más requisitos (como alguna vez desde 2001 se complicó subir a los aviones); lo virtual podría ganar terreno más rápido que lo previsto; y el teletrabajo incrementar su vigencia después de haber acudido a él por emergencia (los robots estarán de parabienes); las regulaciones cualitativas podrían ser base de nuevas confluencias internacionales; una nueva selectividad por parte de los países en la elección de sus socios podría dar paso a otras líneas geopolíticas; el rol del estado podría estar aún más remitido a lo tradicional (salud, seguridad, garantizar el cumplimiento de normas) porque ese esfuerzo ya exigirá demasiados recursos como para dedicarse a mucho más.
Ya creía Heráclito que el conflicto (“polemus”) es el padre de todas las cosas.
La peste universalizada ha confirmado algo que se entreveía hace un tiempo: es cada vez más difícil sostener que hay países desarrollados y países emergentes.
Desde que las empresas multinacionales trasladaron métodos de producción -desarrollados- a sus plantas en los emergentes creando clústers implantados; pasando por las corrientes migratorias que desde los emergentes crean guetos incontenibles en los desarrollados; y ahora ante la sorpresa del avance de la desbordada enfermedad de Wuhan; todo puede venir de cualquier lado y convertir en desarrollado o subdesarrollado a cualquiera.
Todo es cada vez más global, pero las instituciones estatales nacionales enfrentan una tremenda crisis de falta de alcance (el estado nacional es cada vez más un prestador de servicios y cada vez menos un espacio soberano regulado); y las supranacionales no son más que conjuntos de delegados casi inertes.
Tarde o temprano se abrirá la puerta a algo nuevo. Y como siempre ha ocurrido no será solo por ilusiones sino también por padecimientos.